Helaba como sólo hiela en Apizaco, el frío y la prisa me obligaron a vestir saco y sweater, bufanda y guantes; por si fuera poco, cargaba una enorme mochila y una llamativa bolsa de mano café mientras corría hasta la parada de autobús. Siempre he encontrado peculiares sus olores, sobre todo con mi perruno sentido del olfato. Me huelen a polvo rancio y a como si estuviera escurriendo del techo una plasta de almas humanas. “Buenas tardes”, le digo al conductor, quien me responde con su chimuela sonrisa. Me acomodo en el primer asiento y dejo descansar mochila y bolsa a un costado.
En el espejo retrovisor veo a un hombre alto y muy delgado vestido de negro, se me figura a un alma atormentada, algo así como un buitre bien adiestrado para la convivencia social; es bien dotado física e intelectualmente (lo presiento porque lleva ‘la insoportable levedad del ser sobre las piernas’), también ha de ser talentoso, pues carga una pintura al óleo cubierta con una tela blanca. Se ve callado y malhumorado, ¡Qué amargura! pienso, es un hecho que este enclenque buitre es menospreciado en su círculo social, sus compañeros artistas lo recriminan por no atenerse a las técnicas tradicionales de pintura y él les responde con la mirada altiva y rencorosa. No dudo que de pequeño fuera molestado por sus compañeros, quienes le hacían caricaturas de su larga figura en la contraportada de sus libretas, las niñas tiraban de su grasoso cabello y los profesores se reían de él a escondidas. Los adultos pueden ser muy crueles.
Aquel rebelde siente mi mirada y posa sus ojos en el espejo retrovisor, desvío mi atención inmediatamente. Ese hombre amargado debe ser de aquellos que cuando te besan se disculpan o te atarantan de lo mucho que te preguntan si te gustó. A su lado se sienta una señora regordeta de abrigo rojo. Se parece mucho al joven de manos pequeñas y carácter de buitre, quizá sea su madre, pero a él le avergüenza tanto su mal gusto en moda que le pidió que fingieran no conocerse. Y no lo juzgo, la señora, además de un abrigo rojo cereza, viste una blusa amarillo huevo, unos leggins blancos y un bolso oscuro. En cuanto la vi pensé en hamburguesas, era como tener enfrente al mismísimo Ronald McDonald, pero alimentado un poco de más.
La señora y su hijo no se hablan, él la juzga por sus atuendos y ella a él por sus desfiguradas pinturas. Seguramente, para molestarla, pinta mujeres desnudas y cosas blasfemas; tampoco se come los platillos que le prepara y ella termina comiéndose esa porción. Estoy mareada, se me ha hecho largo el camino y pensar en hamburguesas chorreando grasa me revolvió el estómago. Trato de fijar mi vista en frente, pero mis nuevos vecinos son una distracción, un chico y su novia están en los asientos de al lado.
Mi fila es individual, la de ellos doble. Van tomados de la mano, pero la chica lo suelta para responder un mensaje; él se inclina con la intención de verlo, ella se hace a un lado sutilmente. Para su novio no fue sutil, fue como una bofetada, escucho cómo le dice agresivamente: “¿Con quién hablas?”, y la pobre muchacha abre tanto sus ojos que parecen pelotas de ping pong. Hasta yo me espanto, me arrimo hacia la ventana y espero ver salir volando ese celular. Si platica con un amigo no tuvo por qué tratar de ocultar lo que escribía. ¡Qué cinismo!, suelto una risita y ellos me miran feo. Disimulo quitándome el saco, estoy sudando de tanta presión, en cualquier momento voy a presenciar una dramática ruptura. ¡Un tope! El celular cae al piso, el chico lo toma y su novia trata de quitárselo por la fuerza.
El autobús frena bruscamente y mi mochila rueda un escalón. “Aquí bajo” digo triste al llegar a Tlaxcala, aunque tentada a esperarme una parada más con tal de ver cómo terminan las historias. Me pregunto si el buitre y Ronald McDonald al bajar se irían por lados separados o si caminarían juntos hacia una misma casa; y si el inocente celular saldría volando por la ventana o alguno de la parejita acabaría con un ojo morado. Aquí no hace tanto frío y yo me veo chusca con tantas prendas, miro alrededor y me doy cuenta de que me equivoqué de parada, “Qué tonta”, balbuceo, aunque con una sonrisa traviesa coloreando mi rostro, pues estoy segura de que una parte de mí quería otro trayecto, uno donde halle personajes diferentes, quizá más llamativos, más amargados y menos gordos, menos locos, pero todavía más entretenidos.
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