lunes, 18 de noviembre de 2013

Las Historias de Lluvia, Nieve y Fuego


(Consejo: el cuento se disfruta más si escuchan esta canción mientras lo leen.)





Érase una vez Lluvia, caminando con los ojos al piso, entre las calles azoradas por la noche, buscando hallar su camino a casa. Pateó tres rocas y una lata vacía, con el paso lento y la mirada aún clavada en el gris monótono del concreto; frotaba sus brazos ante cada ráfaga del viento de noviembre. Las luces de las casas vecinas fuéronse prendiendo de una en una, contrastando con el azul rey del cielo. Lluvia, medio congelada, se retrancó en un árbol rezumando de tristeza. Comenzó a llover.

-No porque me moje con lluvia dejaré de quererte... -Y se sentó bajo el árbol torcido de pocas hojas. -Le soy fiel al sentimiento que olvidaste, así se me empape el alma.

Fijó la mirada en el movimiento descontrolado de las hojas doradas, era el árbol más viejo de la ciudad, con dos huecos profundos en el centro cuales ojos y con las ramas verdes. Habían dos iniciales talladas en él; Lluvia les pasó la yema del dedo encima, se encogió de hombros ante una ráfaga más y echándole un vistazo a ambos huecos oscuros, pronunció:

-No porque los árboles hayan dejado de beber de nuestro aliento, las madrugadas de noviembre se cansarán de extrañarte, así me entumezca el frío.

Nieve, en algún lugar de esa ciudad de luces amarillas, amaba a Fuego. Paseaban guiados por la luz de luna, omitiendo la calle del árbol donde todo marchita, hasta los recuerdos. Se sentaron una vez en el parque y Nieve arrancó una flor para Fuego. Fuego la hizo cenizas como suele consumirlo todo; pero Nieve estaba ciego de amor, porque después de aburrirle los árboles y los labios rosas de Lluvia, se maravillaba ante la presencia maligna de los poderes de Fuego.

-Te querré a pesar de que palpites sobre el pasto, Nieve... - Y de pronto la lluvia se volvió aguacero, forzándola a juntar su cuerpo con el tronco seco del árbol. -Te querré por tu aroma a leña quemada y por tu tacto como el de un rayo.

A Nieve le gustaban los ojos de Lluvia y los veía siempre en sus sueños, al lado de rosas blancas de vez en cuando salpicadas con el rocío tibio de sus lágrimas. Nieve tenía el cabello marrón y rizado, y Lluvia, negro, como la muerte. 

-Te querré cuando vuelva a mí el olor a café que expide tu cabello al viento. -Y entonces lluvia sintió un abrazo, perforándole el interior con un calor desconocido. Abrazó de vuelta al árbol y se confundió su llanto con el retumbar de las gotas en los techos de las casas, en los columpios para niños y en su alma, que ya iba ahogándose.

Nieve nunca besó a Fuego como a Lluvia, rozando su mejilla durante un segundo eterno. Y Fuego estremecía porque sabía que Nieve aún la recordaba, se le había escapado su nombre una tarde que dormía, porque Lluvia también pensaba en él,  pensaba en las veces que la dejó recostarse en su hombro e interpretar sus latidos. Fuego no podía hacer latir a su corazón tan vivamente como lo hizo Lluvia, cuando apretó su mano.

Lluvia siguió llorando, con inmensa zozobra, porque la boca de fiebre de Nieve y su rayo, su leña quemada y su café ya no volverían. 

-¡Nieve mía, Nieve...! -repetía Lluvia ya de rodillas, con lodo hasta en las entrañas y un dolor más fuerte que el viento y el agua que la golpeaban. Lluvia se derrumbó a la medida que derrumbábase el cielo; mientras Nieve y Fuego, en algún lugar escondido de esa ciudad de luces amarillas, no pensaban en nada, con un abrazo se libraron del frío. Se les pasaba noviembre; Nieve acariciando el rostro de Fuego así se quemara y Fuego riendo para sí misma de Lluvia porque ya había cesado el rostro frío que ella amaba, había terminado de consumir su leña, había calcinado su tacto de rayo, evaporado el café, amortiguado su pena y enloquecido su fiebre. 

Y Lluvia lloraba porque sabía de Fuego y que nada podía hacer, porque se le escurría entre los dedos a Nieve y empañaba su vista. Nieve ya no la quería más y Lluvia lo querría para siempre. El aguacero pasó como se le había pasado la vida y se halló sola junto a un árbol tieso y deshojado, con los ojos empapados de sal y ceniza. Se sacudió las rodillas y la plata lunar empezó a abrirse paso por las nubes. Apretó su bufanda hasta sentir que se asfixiaba y en un murmullo dijo:

-Sufro, sufro porque me dijiste que yo era demasiado triste...

La sombra del árbol se empató con la sombra de Lluvia, ella soltó su bufanda roja y caminó sin rumbo, sin intención alguna de dirigirse a casa porque le pesaba la ropa y estaría más sola allá que en el callejón donde todo marchita, hasta las angustias.     

-Nieve... se nos acaba noviembre. El césped ya se ha sacudido tu hielo y las aves no repiten tu voz. Sin embargo esos ojos amarillos y crueles iluminan la avenida, burlándose de la lóbrega ausencia de mí; porque sin ti no soy. 

Entonces Lluvia renunció a su insomnio con velas y regresó para quedarse al lado del árbol muerto y pensar en Nieve. Pobre Nieve, sin tan sólo supiera cuánto embellecía con la lluvia, las cosas embellecen cuando llueve. En cambio el fuego lo destruye todo. Al amanecer, Lluvia lo supo,  y se acabaron la ceniza y la sal en sus ojos, la única hoja dorada del árbol brilló bajo el sol, la bufanda roja no le asfixiaba ni le pesaban sus ropas. Ella sabía, que al final de todo, la lluvia apaga al fuego.

(Ilustración de Santiago Caruso)

No hay comentarios: