Fue una tarde maravillosa, con el césped crecido a causa de tus irresponsabilidades y con el sol en el cenit, enviándonos bajo la sombra de tu árbol preferido. Sé que me recosté junto a ti y te tomé la mano, sin decirnos nada más que tonterías, viendo tus ojos y tú riendo de mí. Pero empieza a costarme recordar, porque el tiempo me ha acostumbrado a recordarte como un sueño, como lo que siempre fuiste: humo, niebla, delirio, incertidumbre.
Recuerdo un espejo con paño y un cenicero atiborrado de melancolías, nuestro reflejo fue cortándose a lo largo de estos años, dos, tres años, no lo sé, nunca he sabido, yo no distingo el día en que llegaste del que te fuiste, siempre fue igual, fuimos iguales, necios tratando de domar lo indomable y de someter lo insometible, niños perdidos y luego encontrados. Siempre te ibas... pero aquella vez no volviste.
La cama no tenía sábanas, finalmente habías cambiado las cortinas por unas verde oscuro, te sentaste y rechinó la silla, ya acostumbrada, como yo, a tus ausencias. Encendiste un cigarrillo y apreté los ojos, parada frente a ti, fría como piedra, porque quería imprimirte en mi memoria, quería tenerte, presentía el adiós. Sabía que no soportaría mi vida sin tu expresión triste, sin tu taciturno suicidio. Me recosté en la cama. Te burlaste, sonreí.
Fue la única vez que me viste llorar, lloré silenciosamente aferrada a tu pecho, con tus dedos acariciando mi espalda y con ella la desolación tangible en cada uno de mis poros, no me había percatado de que temblaba hasta que tú me dijiste. Pediste que no lo hiciera y yo apreté tu cuerpo, como si hubiera recibido una bala. Corazón, ¡cómo me hiciste trizas!
Nunca me sentí tan libre como ese día, cuando me soltaste. Maldigo mi libertad nativa, no la que tengo contigo, la que tengo sin ti, cuando estoy sola. Porque la soledad me separa de la indiferencia, provoca el deseo de perderme dentro de mí misma. Tú ahuyentabas mis demonios, sabías cómo, jugabas con sus posibilidades.
Te fuiste sin limpiarme las lágrimas, sin llevar contigo fotografías ni espejos rotos. Lo último que susurraste, antes de llevarme a casa, antes de aferrarme a ti, fue:
"Te amo, ¡cómo te amo!, pero eres tan niña, tanto te falta y yo viviendo tan ocupado lidiando con la vida. Sé del dolor que te provocan mis múltiples despedidas, mi amor momentáneo, y ya no aguanto herirte. Tal vez, en otro tiempo, en unos años, te encuentre y me case contigo y pueda cumplirte las promesas que había hecho; pero es egoísta pedirte que me esperes, porque ahora yo no puedo darte nada."
Entonces yo, que te amaba, tanto como me era posible, me di la vuelta con el puño cerrado y con la ropa empapada en un manantial de desdicha. Y te esperé, contradiciéndote, como fidelidad a mis costumbres, durante años, o siglos, no lo sé, no distingo el día en que llegaste del que te fuiste, porque el tiempo y la soledad me acostumbraron a aceptar que no exististe, ni existes, ni existirás.